sábado, 1 de octubre de 2005

Pabellón de los asesinos

Desde aquí veo tu ventana abierta, las cortinas de gasa ondeando como estandartes, la penumbra y la aparente calma. Me has dado angustia, inquietud imparable y cada respiro es como vos, imposible de retener, de atrapar; cómo quisiera arrinconarte y someterte a mi deseo, que es que vos me sometás al tuyo. Te he visto verme, con mi gesto desdibujado, atraído fatalmente a vos, a estar dentro de vos; en cada orificio, en cada rincón, con toda la humedad y el sofocamiento; te he visto verme y has sido delicada en retregarme tu frialdad, esa manera de desear tan tuya que como si ni desearas nada; qué puede desear un cuerpo como el tuyo, una boca así, los ojos como puñales que hieren y no matan. Te reís de media cara, sé que sabés, sé que sabés que yo sé y soy como un juguete que apenas te aburre. He visto el universo, que son tus caderas; busco rozarte con cualquier pretexto para mi pobre momento de epifanía, para seguir abrazado por los brazos de la fiebre: vos sos los brazos, vos sos la fiebre y hoy me has escuchado, te mostré mi anhelo, mi delirio, te hablé de vos misma y me has escuchado, me has dejado venir hasta aquí y dando media vuelta, cerraste la puerta, pero la ventana está abierta. He de ir hoy, tarde o temprano he de colarme por la ventana y no sé, la hubieras cerrado, porque yo podría entrar y vos podrías estar esperándome para darme lo que yo he exigido al cielo y rogado al infierno, y todo podría salir bien. ¿Y entonces qué, mi vida? ¿Entonces qué?

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