Escena final: Interior Cocina Día
"Se prepara el desayuno, por lo que unos cuantos huevos se entregan a una orgía con cebollines, ajo, mezcla de especias y una pizca de sal. La boca ansiosa de la cafetera se abre para recibir el chorro espumoso del tubo. La cocina se descontrola y frota conta la refri, que se excita y frota de vuelta. En primer plano, la batidora y la licuadora violan a la wafflera. En el piso, la plancha fornica con la escoba y la pala de la basura. De un caos orgiástico de elementos domésticos, de alguna manera absurda e irracional, surge un desayuno perfecto servido a Mamito, quien, asqueado, saca de la refrigeradora el cadáver de su madre, al que le corta algunas tiras de carne, que baña con la salsa hecha con los genitales de su padre. Dolly out de la imagen de Mamito comiendo en su mesa las tiras de carne como un cerdo. Ruedan créditos en fondo negro acompañados de una música romántica de piano."
Frenético, el guionista firmó el guión, el guión supremo, el guión divino; su obra maestra indiscutible y el guionista estaba preso de snobismo, por lo que en el testamento recientemente rectificado, dejaba estipulado que el guión no debía ser sacado del sobre sellado donde sería encontrado y debía ser quemado junto al cadáver del guionista en un ceremonia no religiosa. El guionista estaba harto de su vida y había decidido esa misma noche, había ordeñado la decisión de planes que le rondaban en la cabeza por semanas. Metió el guión tan vanamente excelso en el sobre y lo selló herméticamente. Siempre la había tenido fácil. Salió del colegio y no siguió estudiando, porque "la educación formal no era para gente brillante como yo." Ése fue su motivo, el que implicaba una filosofía de aversión al trabajo. Su negra suerte le deparó que todo se le acomodara perfecto: encontró un brete donde no tenía que trabajar nada más que un par de días por semana, así que se dedicó a tres cosas: TV, practicar boxeo y escribir guiones. Y en un arrebato de pereza se raja con un guión excelente en opinión de todos, menos él, lo pone a la venta y la pega a lo grande. Deja el brete que tenía y se dedica a uno más perezoso: guionista, profesión que consistía en engordar en la casa de uno, sin bañar y acompañado de un único par de boxers; dedicarse al cable, a intrincados guisos, al ajedrez, la lectura de gordos clásicos y a escribir el guión urgente en un arrebato de anormal inspiración. No pueden faltar, obviamente, el peyote y el tequila, devoción de guionistas y contadores y abogadas sexys. Pero un terrible enemigo se alzaba en el campo de batalla: el creciente hastío inspirador de las visiones de mundo más absurdas y desesperadas. Los guiones de calidad para todos, excepto él, seguían siendo emandados de sus manos, por lo cual no le faltaba ni techo ni sustento, como siempre, porque siempre los tuvo. Claro, le caía la plata y la hacía disparada al techo del derroche, entonces vivía bien una semana al mes y las otras tres en una respetable pobreza. Pero la pereza se le trepó a la coronilla, en otras palabras, lo agarró el gorila. Ya no salía de la casa ni llamaba a nadie, nadie lo visitó como casi siempre había sido ni nadie lo llamó. Ya ni siquiera iba a dejar los guiones, ¡qué tigra! Los mando por Internet. Todo lo pedía express, hasta las compras del súper, que incluso le traín cosas que él no había pedido y no le importaba. Y claro, no podían faltar ni el valium ni la hermosa hierba, siempre con Bob, of course. Pero el hastío lo repletó como un cerdo asado y relleno. Toda la comida le sabía a imitación de engrudo y empezó a beber pero sabroso. Pensó en sus amore's perdidos, en las ganas de fornicar a cualquiera dispuesta a la ocasión, a la sed de caricias; pero ya la desidia estaba apoderadada de él. En su desesperación, llegó a maldecir e insultar groseramente a Dios, arriesgando su propia vida y condenación sólo por una señal de Dios, aunque fuera para castigarlo, aunque fuera el puño divino que lo aplastara a él y a su blasfemia. Al tercer día, las nubes tormentosas se abrieron y lograron canalizar a través de un puño de persianas que colgaban en una ventana y dar a caer en el sillón sobre el que dormía el guionista y en sus ojos un torrente de luz. El guionista abrió los ojos y Dios entró raudo en él y lo penetró con fuerza y lo abrió como una sombrilla, en medio de sus carcajadas. Supo entonces el guionista que Dios lo había abandonado, que, invirtiendo la teoría nietzscheana, lo daba por muerto; o sea, no importaba si existía o no, sino si tenía significado para él. Y Dios le había demostrado como el guionista no significaba nada para Él. Perdidos todo orgullo y dignidad, los vínculos familiares limitados a extraviadas llamadas y ganados un pétreo insomnio y una radicalización absoluta de sus teorías nihilistas, ¿qué podían significar? El abandono de la humanidad, la falta de estímulos como adormecedora de la voluntad, las necesidades satisfechas (¡Ya ni las putas ayudaban! ¡¡Ni un travesti!!) le habían servido como factores incidentes en su decisión de quitarse la puta vida. Quería ahorcarse, para que lo encontraran aún erecto cuando ya oliera bastante, pero le daba cosa. Quería cortarse pero le tenía fobia al dolor y los cuchillos, a pesar de su afición a los sables italianos del siglo XVIII. No había conseguido ningún tipo de veneno lejanamente confiable, ni tenía el impulso de pegarse un tiro. Decidió pegarse una sobredosis en la cual esperaba cortarse las venas, venciendo su fobia, sólo por si las dudas. Ya no quería huir más, porque todos los caminos traían de vuelta a las cuatro paredes de su casa y ahí era el único lugar donde se podía huir, el único lugar al cual huía, ya la mano de papá no sobaría la cabeza ni el regazo de mamá o de la amada, ni estarían el amigo fiel, la eterna enamorada, el lance gay que le había salido últimamente. Todos habían sido convincentemente extraviados. Abjuró de las antiguas experiencias epifaniáticas y llegó a la conclusión de que existíamos porque sí, de que ningún juicio nos espera y por lo tanto todo nos era permitido, perdonado, inspirado. Sintió su libertad y su lucidez y se asqueó. Tuvo una especie de excitación al tratar de imaginar el no ser, ¡qué tuanis! Sucesivamente se cagó en todos los hechos en los que desaforadamente había reducido su vida, o sea trece mil veces se cagó en su vida y en sus creencias y en sus teorías y en sus odios y en sus amores y en sus bostezos y en sus orgasmos y en sus recetas y en la mota dadora de la visión unificadora del desastre. Se sintió famélico de sexo, se había desbocado últimamente, queriendo perderse, explorar los deseos carnales más básicos y socialmente indecentes como una vía de salvación pero lo único que pasaba es que su hambre aumentaba. Y supo que era el hambre por una carne irremediablemente perdida y se sintió irremediablemente perdido, se dio cuenta que nunca alcanzaría ese tembeleque sueño del satori en que había escogido creer. Es que todo parecía confabulado por un orden superior, como no creer en tal cosa. Creo porque es absurdo, dijo San Agustín; no creo porque es absurdo, sentenció el guionista. Fue y se metió en la bañera caliente y empezó a beber y a meterse coca, ácido, x, mota y valium, con el cuchillo a una distancia convenientemente lejana. Pero antes que nada dejó las cartas que imprimió, el sobre con el guión gozoso y su testamento en una ubicación destacada y fue y se sentó frente a su computadora y le dio cincuenta cabezazos exactos al monitor.
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