Sí, lo traicioné. Pero siendo la traición casi que heredada en mi familia, puedo decir que estaba honrando a mis antepasados.
Le ofrecí un trato, le hice una promesa. Era muy fácil: él me decía el secreto y yo lo degollaría con prontitud, evitándole la extensa tortura y la condena de ser amarrado de sus miembros a cuatro caballos que correrían en direcciones opuestas. Él cumplió su parte, confirmó el rumor de que era honorable, a pesar de ser un asesino. Sentí hondo desprecio al ver su decrepitud, al ver al que fue tan temido reducido a un mísero hombre asustado por una muerte horrible e inminente, que se denigraba ante un triste súbdito como yo. Le quité el cuchillo del pescuezo y no pude evitar una risa de ironía. Él me reclamó a gritos y yo le respondí que para ser alguien que había huído toda su vida, era demasiado confiado.
—Además, — añadí— todos tenemos cuentas que saldar y es mejor hacerlo cuanto antes.—
Mientras abandonaba su mazmorra, oí un rugido que no parecía ser de un hombre. Al volverme, él estaba a detrás de mí y pude ver sus facciones desencajadas y un infierno de oscuridad ardiéndole en los ojos. Nunca entenderé cómo se soltó. Estrelló mi espalda contra el húmedo piso y hundió sus manos en mi boca y sacó lenta y firmemente, una a una, todas mis vísceras.
Ahí fue cuando empecé a odiarlo.
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