Esa noche borrascosa, los rayos recorrían el cielo aullando como perros salvajes, como las grietas del desdén recorrían mi pecho, anunciando un violento aguacero que al final no llegó. Busqué refugio entre las profundas raíces de un árbol y usando una piedra como almohada, traté de dormir. Pero esa noche luché, alguien vino y luchó conmigo hasta el amanecer. Viendo que no me podía vencer, hundió su dedo en mi corazón y me lo dislocó. Caí, pero me aferré a su cintura con mis brazos y le impedí marcharse.
—Ya va a amanecer y eso no te conviene. Tengo que irme.—
—No te dejaré marchar hasta que me digás que me amás.—
—¿Cuál es tu nombre?—
—Lo sabés muy bien.—
—En adelante ya no tendrás nombre, porque esta noche has luchado contra el mundo y conmigo y no has sido vencido.—
—No es justo. ¿Cómo viviré en el mundo sin él? Por lo menos decime cuál es el tuyo verdadero.—
—¿Qué clase de pregunta es ésa?— dijo, mientras el alba rompía y posó su mano en mi frente; me mandó a callar, mis ojos se nublaron y me desmoroné y tinieblas horribles me envolvieron.
Desperté minutos después. Miré el sol surgir entre las montañas de insoportable verdor. Me di cuenta de algo mientras lo hacía.
—He fallado.—
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