Hubo un tiempo en que deseé no ser humano. Dejar de ser humano. Quise ser metal, fuerza, frío, tierra, fuego; quise dejar de ver como un humano, sólo detectar, reaccionar a estímulos, seguir impersonales principios implantados. Sobre todo, quise dejar de sentir. Lo logré por un tiempo, más fracasé rotundamente.
Entonces el mal me invitó y yo oí su llamado, me arrojé al agua oscura y me hundí en ella, la bebí y la aspiré hasta llenarme de ella. Fui arrojado a una costa conocida y a la vez extraña, y caminé desde ella, renacido a la noche de mi existencia. Agoté la infamia y busqué la sangre, me determiné a ser vil, a escuchar la honda voz que me hablaba desde la negrura de mi alma. Lo logré por un tiempo, mas volví a fallar.
Me resigné a ser humano y al hacerlo, me descubrí a mí mismo. Temí no sentir, pero sentía; temí ser maligno pero no lo era, no totalmente. Me encontré insensible y sensible, me encontré dañino y sanador, busqué el mal en mí y lo encontré, junto al bien. Cuando me agacho en los manantiales a beber, veo el rostro de un ser corrupto e inocente a la vez. Humano, demasiado humano.
Camino y atardece. Pronto seré una figura recortada contra el crepúsculo y estaré ausente, caminando la senda que sólo yo puedo andar.
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