Cuando era apenas un niño, me obligaron a tragarme una serpiente. Se quedó dentro de mí y ahí está ahora, entre mis entrañas.
Veo a los demás, que van lugares donde yo nunca iré, mientras yo me hundo más y más en mí mismo. Y la serpiente se mueve, y enrolla sus anillos en mis entrañas y las estruja, hace que mi interior reverbere, me hace morder mis dientes y torna mi mirada oblicua, cortante.
Hubo un eclipse una vez, en el cielo de mi pecho el amor y el deseo se juntaron y pude hacer lo que nunca había hecho; yo, que acostumbraba revolcarme entre cualquier par de piernas que se abrieran, a la vez que anhelaba lo que no podía tocar. En medio del eclipse sí pude, toqué la carne como nunca, toqué un alma y mi cama fue otra cosa más que un lecho de hierro al rojo vivo, más que un recipiente de saliva que escupía con los ojos. El eclipse fue fuerte, como para hacer que me olvidara de mí mismo y mi miseria, en mí solamente existió las oscuridad tibia y primordial, los largos silencios cómodos, la respuesta a mis preguntas. Pero los astros se alejaron y fue el fin del eclipse, el amor me ha abandonado y es algo que yo contemplo como antes, desde afuera. Ahora el sexo es una necesidad que satisfago con fastidio, de mala gana. Quisiera arrancarme el sexo y arrojarlo a un charral para que lo devoren las ratas y las hormigas. El impulso se me ha vuelto aberrante y a plena luz, y yo lo que deseo es la oscuridad de la conjunción en mi pecho y la odio porque la siento imposible, como eso que pasa una vez para desaparecer de la faz de esta mala tierra. El amor se ha ido y no lo busco, porque es absurdo buscar algo de lo que sólo hay malos sustitutos.
Tengo la serpiente dentro de mí y su cabeza es mi corazón marchito. No deseo que salga porque eso no pasa, deseo que me clave los colmillos y que su veneno me corroa y yo tenga que moverme y llegar a donde nadie ha llegado y sean las otras serpientes, que todos como yo acogen, las que se revuelvan indómitas.
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