Para Ruth, el cielo y el infierno no eran ideas atractivas, más sí la del purgatorio. Le resultaba atrayente la promesa de absolución por un precio, felizmente caminaría por entre las llamas para purificarse de sus manchas, de la oscuridad ingénita y pesada como un ancla. Anhelaba sentirse pura, salir librada de su conciencia y sus peores impulsos; limpia, como el baquiano que se arroja al helado río en la montaña, luego de atravesar la mole de barro y plantas y pasa a la otra orilla inmaculado, con toda la suciedad dejada atrás en la corriente pura. Ruth vivía sin prisa, aunque de cierta manera deseaba morir, como una paciente más de esa enfermedad terminal que es la vida.
Y Ruth murió, para descubrir (aunque técnicamente no lo hizo) que después de la muerte no hay nada, ni siquiera el purgatorio.
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