Urizen vino ayer y decidimos poner término al largo ayuno de epifanía. Sin más ceremonia, empezamos el asalto al cielo. Como dios derrocado, Urizen y su conocimiento resultan sumamente útiles en este tipo de herejías. De una brasa nació una explosión que nos precipitó hacia la estratosfera y pronto nos encontramos cantando himnos herejes a la vez que escalábamos la montaña en cuyo tope habitaban los dioses. De la cima empezaron a arrojar pedruzcos y rayos, que pasaban inofensivos sobre nuestras cabezas como los manotazos de un ciego. Llegamos anunciándonos con carcajadas. Registramos el palacio decadente y en un rincón encontramos un solitario y anciano dios, temblando de miedo. Los sacamos a rastras, mientra gemía en voz baja; al verlo a la luz parecía un gallo flaco y desplumado. Empezó a llorar y decir incoherencias: sobre su terrible vergüenza, su ineptitud, su cansancio. Nos dio lástima, por lo que hicimos lo más piadoso que se puede hacer en tales casos. Urizen quiso vengarse por su derrocamiento y sugirió que lo emasculáramos con una hoz, pero yo me opuse y le propuse el peor de los castigos para un dios. Urizen sonrió y juntos, a coro y de una sola bocanada, le gritamos las 72 sílabas que componían su nombre, lo que le hizo caer en un humillante silencio. Y sin más tardanza, lo enrollamos en un pergamino y nos lo fumamos, que es la única manera de determinar que tan bueno es un dios. De ahí nos propulsamos a una nueva dimensión, habitada por viejas canciones y añejos néctares, donde discutimos una nueva filosofía, una nueva estética, los caminos del arte delirante y del culto a los libros.
Tuvimos un acuerdo: el dios que nos fumamos resultó realmente bueno.
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