Él se fue. Él me dejó y me dijo que nunca volvería.
Conocí a Salman hace unos pocos meses. Fue amable conmigo, dulce. Llegué a quererlo con un cariño aséptico, casi como a un viejo amigo. Compartí sus suaves maneras en su cama y complacía a mi cuerpo y a mi necesidad de ternura.
Fui con Salman a un bar, donde había una penumbra suave y música también suave, un jazz melancólico. Conversaba con Salman, enredando nuestros dedos y le di un discreto beso en su boca barbada. Y de la nada salió él y tomó a Salman por el cuello, lo levantó y lo golpeó brutalmente, como una plaga, como un perro rabioso. Salman quiso defenderse, pero él era más fuerte. Lo tenía atrapado en el piso y lo golpeaba gritándole:
—¡Ella es mía!—
Arrojó a Salman, se volvió y me agarró por la garganta y me dijo:
—Te podría romper el cuello con sólo apretar mi mano. Hago esto y no me reconozco porque ya no te amo. Sos una maldita.—
Me soltó, pero la gente lo increpó y lo quisieron agarrar y él peleó furiosamente y llegó la policía y se lo llevaron. Fui con Salman a su casa, le curé las heridas y nunca más volví. Llegué a mi casa y lloré amargamente.
Él se fue. Él me dejó y me dijo que nunca volvería.
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