El brujo envolvió el maicito en una flor amarilla recién cortada y lo dejó arteramente en el camino al pozo, porque sabía que ella pasaría por ahí y lo tocaría de alguna manera. Se levantó contra el crepúsculo y se reventó en pájaros que riendo, volaron raudos entre los árboles.
La muchacha, casi una niña, corrió al pozo presurosa, con la vasija de barro en una mano haciendo eco de sus primorosas caderas. Iba riendo como los pájaros pero su risa era distinta a la de ellos, era la risa cruel de la que sabe hermosa y lo cree un juego. Uno de sus pies descalzos majó la flor y eso fue suficiente para que el maicito entrara en su cuerpo y se alojara adentro y empezara su perniciosa labor.
Y la muchacha cayó enferma y su abuela la llevó donde el chamán, quien no necesitó más que tocarla para sentir en su boca el arenoso sabor de la muerte. Supo quien era el autor del maleficio, y sabía que era más fuerte que él. Miró a la muchacha, casi una niña y se sintió muy triste. Vio su mirada dulce y juguetona, vió la sonrisa del desaire, vió al brujo rechinar los dientes y jurar su terrible venganza. Pensó que no era justo, que ella era demasiado joven y no sabía tantas cosas. Sintió el peso de sus largos años y ordenó que la prepararan. Empezó el sahumerio y no se molestó en llamar a sus dioses, porque sabía lo que tenía que hacer y sabía que nadie podía ayudarlo.
Y el chamán le chupó el maicito a la muchacha y como no era tan fuerte como el brujo no pudo escupirlo y el maicito se le alojó en los órganos. Se llevaron a la muchacha dormida y curada, y él ya se sentía enfermo. Cuando estuvo solo, le prendió fuego a su rancho y salió al desierto para morir como un coyote viejo, acostado en el suelo y mirando las estrellas.
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