La hoja de acero le arrancaba bocados al suelo, formando una madriguera que iba a ser eterna. Apremié mi labor: aunque mis músculos acusaban ya cansancio extremo, los forcé a continuar, antes de verme rodeado por sombras. Clavé la pala en la montaña de tierra removida, empapé mi camisa con el sudor de mi torso desnudo, busqué la botella y bebí largos tragos. Resoplando, salí del hueco y caminé hasta donde él estaba, tirado boca abajo, lleno de zacate seco y polvo. Lo pateé en las costillas, para verificar si la cuchillada había surtido efecto y después de escupirle, lo agarré de un pie y lo llevé a su morada sin nombre. Al borde de ésta, de un brazo y una pierna, lo alcé y lo arrojé al sitio que le prometí. Cayó boca arriba, tenía los ojos abiertos. Antes de enterrarlo, le destrocé la cara a palazos, porque aún había soberbia en su mirada.
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