jueves, 25 de agosto de 2005

Ab imo pectore

Hasta los diecinueve años, mi madre me pegó con una regularidad que a lo que recuerdo era casi todos los días. Por lo menos era varias veces a la semana. Lo hacía con sus manos, ya sea a palma abierta o a puñetazos y también con toda clase de objetos: fajas de todo tipo, palos, chancletas, cables y hasta con una tina. Llegó el momento en que yo me volví mucho más grande y fuerte que ella, pero eso no la detenía. Pasaba que sus golpes ya no me producían dolor físico y yo era capaz, por ejemplo, de seguir desayunando mientras ella me golpeaba. Nunca la enfrenté, hice un par de intentos pero no pasaron de amagos. Me arrepiento por ello. Deseo haberlo hecho, haberla parado en seco y haberla sentado de un buen pichazo. Yo sería una mejor persona.

Mi padre casi nunca me pegó, pero a él yo le tenía terror absoluto, porque era demasiado fuerte. Me pegó tal vez una docena de veces, sin contar los coscos estatequieto o cocachos. Recuerdo, sin embargo, las temibles fajeadas. Simpre buscaba una horrible faja de cuero, gruesa y ancha, y se le veía venir con su mueca de ira, que era que se mordía el labio inferior. Ante tal espectáculo, a mí se me aflojaban las piernas y me quería desmayar. Él llegaba y me agarraba de un brazo y me propinaba exactos tres fajazos, pero eran suficentes. Yo quedaba tendido en el suelo, sin aire, por un buen rato y los cardenales me duraban bastantes días. Una vez le pegó a mi hermano con una manguera.

Mi padre, al cabo de los años, se ha mostrado dolido y arrepentido por tal abuso físico. Por dicha, a mis hermanas menores nunca les pegó o les ha pegado hasta el momento. Espero que no les toque.

Mi madre no muestra arrepentimiento. Cómo perdonar a aquél que no pide ser perdonado...

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