Soy un devoto, un hereje, un apóstata, un penitente. He venido a este paraje a contemplar un misterio indescifrable para los hombre: dos mujeres amándose. Las veo tocarse con parsimonia, sus bocas se juntan como si bebieran largos tragos de una copa, las veo compartir lo que nos está vedado, sin urgencia, sin arrastres. Desde mi arbusto encubridor, me siento a una distancia infinita e inalcanzable, más allá de la fe de Artemisa, Safo y las Amazonas. Nunca podré poseer tal recuerdo, nunca tendré una piel tierna para que sea envuelta por otra piel tierna, nunca habrá para mí tal secreto gozoso de delicias de tarde, para ser recordado con una risa fresca y cómplice, una mirada fugaz y una invitación dulce y discreta al oído. Es algo como el mar y la luna, la puerta cerrada de una fiesta a la que no estoy invitado, algo en que yo no puedo tocar, como las manzanas de Tántalo. Me he trazado un propósito: la próxima vez que venga aquí seré mujer y amaré a las mujeres.
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