Traje a mi madre hace diez años. Incluso llegó a aprender a hablar un poco de español. Insistía en cocinar, no había manera de que desistiera, no le gustaba estar sin hacer nada. Entonces yo la dejaba cocinar a pesar de mis deseos de que descansara. Murió la semana pasada.
Hoy vino un señor a comer. Viene a veces. Me preguntó por mi madre, ya que según él, siempre la veía en la cocina. Le dije que había muerto. Me miró con los ojos muy abiertos y me dijo:
—¡Qué lástima! Me encantaba como cocinaba.—
De parte de alguien que apenas la conoció, fue el mejor lamento que pude escuchar, y fue como si ese hombre compartiera un poco de mi dolor y extrañara algo de lo que yo extraño de ella: la gentileza de sus regaños, la comida condimentada, la suavidad de sus manos. El día antes de morir, ella me agarró un mechón de pelo entre sus dedos y lo jaló suavemente, como lo hacía hace muchos años y por el resto de ese día fui feliz.
—Sí. ¿Qué quiere tomar?—
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