Resonó el duro bronce al chocarlo contra el ornado escudo forrado con siete pieles de buey y desde lo más hondo de mi espíritu salió el grito que desafiantes, arrojamos los esforzados guerreros que entrábamos en la cruel batalla contra las temibles amazonas. Resonaron el bronce y nuestros gritos, como cuando el poderoso ponto amenaza con un tormenta y crujen los árboles en la costa, lamentando la tempestad y su posible ruina. Las temibles hijas de Artemisa nos contestaron con ensordecedora gritería, semejantes a bandadas de águilas de afiladas garras. Sin más tardanza, da el rey, caro a Zeus, la orden de cargar contra nuestras enemigas. Mi fiel escudero Dorio, hijo de Yálmeno, agitó las lustrosas riendas y mis soberbios caballos, hijos de Bóreas, nos conducen al centro de la batalla, placer del insaciable Ares. Apreté la nudosa lanza de fresno de afilada punta en mi brazo al ver surgir de entre los carros enemigos la figura imponente de Admete, quien siendo una niña se atrevió a tocar los agudos dardos de la hija de Leto, la cual se bañaba en un oculto estanque en medio del bosque para proteger su virginal desnudez de ojos impíos. Descubrió a Admete la agreste diosa, más no la castigó sino que la tomó para sí como una hija, le enseñó el arte de encajar los arteros dardos en los hombres y a guiar el carro, le adiestró en el arte de curar con hierbas y consultar los designios de los dioses en el vuelo de los pájaros. Más todo este conocimiento de poco le sirvió a Admete, que se complacía en arrojar las mortíferas flechas desde su veloz carro conducido por su escudera y amante Arsínoe. Haciendo votos al letal Ares arrojé la recta lanza, que se le clavó en la hermosa faz a Admete y los calientes sesos se le derramaron por la honda herida y cayó y el polvo cubrió su ornamentada coraza. Arrojóse Arsínoe del carro derramando ardientes lágrimas y corrió hacia donde cayó la infortunada Admete, la abrazó y trató de volverla a la vida con inútiles llamados, porque ya el alma desconsolada de Admete había abandonado el cuerpo y tomado la senda del cruel reino de Hades. Entonces Arsíone alza las manos al cielo y exclama:
—¡Oh, diosa, gran Artemisa, óyeme en mi desgracia! Si alguna vez sentiste cariño por la desgraciada Admete, si alguna vez ella te hizo perfectas hecatombes y quemó pingües muslos de buey cubiertos de grasa en tu honor, no dejes que su muerte quede sin castigo, daña en mi nombre a áquel que osó cegar la vida de esta esforzada guerrera.—
Y la gran diosa, hija de Zeus, no ignoró su dolido ruego. Conteniendo un ácido llanto, bajó rauda del Olimpo, aterrizó en medio de la ardorosa batalla de los aqueos de larga cabellera y las fornidas amazonas y tendiendo el poderoso arco, lo soltó y éste crujió al arrojar las veloces saetas que se clavan en Dorio y en mis espumeantes caballos, haciendo que se volcara el pulido carro y arrojándome al ignominioso polvo. Me levanté presuroso, como el león de abundante melena que es perseguido por los furiosos pastores, deseosos de vengar la muerte de las ovejas de abundante lana, le arrojan teas y agudas piedras, el león huye primero, pero luego su valerososo corazón lo impulsa a volverse y enfrentar a sus perseguidores. Así me levanté para encontrar a la indomable Artemisa cara a cara, y ella me habló con agrias palabras:
—Te he quitado al hijo de Yálmeno y tus veloces corceles, hijos del Bóreas, así como que quitaste a la dulce Admete. Más tu vida no la segaré, porque el hado no me lo permite, pero no importa, porque se acerca la hora en que probarás el agudo bronce y óyeme bien, que no llegarás a ver como el sol se pone hoy.—
Así habló la diosa y se desvaneció en el aire para volver a su palacio en el alto Olimpo con el cuerpo de la caída Admete. Alcé mis ojos al cielo y rogué fervorosamente: "Padre Zeus, siempre he vivido conformer a tus mandatos y he cumplido con todos los votos a las deidades, siempre he sido esforzado en la batalla y honrado las leyes de hospedaje. Te ruego liberarme de este cruel presagio que me ha dado tu carísima hija y si no es posible tal cosa, permíteme alcanzar alta gloria antes de mi muerte y que mi nombre sea cantado por las generaciones venideras como un ejemplo de valía." Supe que el gran Crónida oyó mi ruego y me concedió una de las dos cosas, moriría ese día, más lo haría con gloria. Ufano de su respuesta y desdeñoso de la muerte, corrí hacia Antianara, hija de Artemisa, que acababa de inmolar al joven Anceo, hijo de Agapenor. Éste conocía el arte de la adivinación y trató inútilmente de disuadir a su hijo de entrar en la batalla, donde se dan las grandes hazañas, porque en ella moriría, más el infeliz de Anceo era arrastrado por su hado y los ruegos del anciano no fueron oídos. Antianara le arrojó su mortífera lanza y se la hundió en la juntura de la coraza, donde no había protección. Anceo se derrumbó hacia el suelo y sus armas resonaron con sordo estruendo y la fornida Antianara le separó la cabeza del cuerpo de un tajo de su aguda espada. Empezó a despojar el cadáver de sus armas hasta que llegué yo y le dije con injuriosas voces:
—Fácil es, Antianara, hija de Pentesilea, despojar un muerto de su lóriga, veamos si igualmente me puedes despojar a mí de la mía.—
—¡Oh, dioses!— replicó Antianara, de grandes manos —Vean a Glauco, hijo del veloz Ayante, habla y habla como una matrona vieja y loca. Ya le callaré su pretenciosa lengua y colgaré su cabeza en mi lanza. De nada te servirán los ojos que no cubre nunguna niebla y penetran como los de los ágiles halcones, obsequio del caro Febo.—
Asió una pesada piedra cubierta de agudos picos (dos hombre no podrían levantarla pero ella la tomó sin esfuerzo con una mano) y la arrojó hacia mí y yo, agachándome, puede evitar el cruel lance. Bufando de ira vino hacia mí Antianara, igual a las funestas Euménides y trató de cortarme con el filososo bronce, mas oponiendo el forrado escudo, esquivé el sordo golpe y de un rápido tajo corté los tendones de las rodillas de la animosa amazona, que se desplomó a la tierra y así como el voraz lobo hunde sus dientes en el cuello de la frágil cabra que se ha despegado del rebaño, así entró mi espada, regalo que el héroe Guneo hizo a mi padre y que éste me dio a mí, atavesando las dobladas capas de la coraza amazona y hundiéndose en las entrañas de la fornida moza y la vida la abandonó rauda y su cuerpo mordió el seco polvo.
—¡Desdichada! ¿Para qué enredarse en batallas y arduos esfuerzos? Más te hubiera valido haber nacido de reyes y haberte ocupado de la rueca y las labores de Palas, antes de venir aquí. Ea, ahora anda gimiendo al Averno, que yo te seguiré sin demora.— le dije al vacío cuerpo de Antianara.
Sentí como mi hado cerraba su lazo sobre mí y esto en vez de asustarme, me influyó el brío y el empuje del sangriento Ares. De un carro cercano tomé un arco y voladoras flechas y las disparé como peste sobre las belicosas mujeres. ¡Cuántos bellos rostros se contrajeron en gritos de dolor mientras yo aseteaba sin piedad! Pero mi desgracia se acercaba porque mi furor atrajo la atención de la bélica y bellísima Helena, hija de Pentesilea, reina de las amazonas. Así como la ágil halcona oye piar a sus indefensos polluelos amenzados por un negro cuervo, vuela de regreso al nido y arremete contra el agresor, así armada Helena saltó de su carro lanza en mano para enfrentárseme. Al avanzar hacia mí no pudo dejar de estremecerme la blacura de su piel, su delicada belleza, el brillo guerrero de sus grandes ojos y mi corazón se batió como herido de venenosa ponzoña y reconocí el dardo del infausto Eros y supe muy bien que al fin, después de tantas promesas de dolor cumplidas y los ardores de la guerra, mi destino me había alcanzado, porque el gran Febo me vaticinó que el día en que yo sucumbiera a los encantos del fatal amor, moriría y mi matadora sería mi amada. Así como el viejo león reconoce su última hora y va hacia ella sin temor o precaución, alejándose de la parda manada y busca un lugar apartado para expirar, así me enfrenté a la furibunda doncella. Ésta arrojó la flexible lanza de fresno que cruzó el aire zumbando, levanté el pesado escudo y la punta afilada penetró seis de las siete capas de mullidas pieles. Arrojé de mí el escudo, no lo necesitaría en la oscura senda a la que iba. Helena, igual a una diosa, cargó contra mí espada en mano; fui a su encuentro y lanzé una estocada, pero en medio del aire, solté la caliente espada, renunciando a herir su delicada piel y abracé a mi crudelísimo hado. La aguda pica entró en mi garganta y la caliente sangre me manchó la loriga con ornamentos de plata y un sueño terrible cerró mis ojos y mi alma huyó de mis miembros, dando un gemido, pues abandonaba un cuerpo joven y era cubierta por densas tinieblas.
Y he aquí que la bella y terrible Helena abrazó mi cuerpo vacío como una vasija vacía y sobre él depositó un ardoroso beso, mientras susurraba estas aladas palabras:
—Duerme ahora, Glauco, hijo del gran Ayante, duerme en paz, valeroso varón igual a un dios; entérate que yo compartía parte de tu triste augurio, pues estaba destinado que hoy mi indómito corazón conocería a su dueño y mi propia mano me lo arrebataría. Entérate que yo hubiera huido contigo a Salamina a reinar a tu lado sobre tu numeroso pueblo, pero de otra manera lo entendieron los dioses.—
La fatal y hermosa doncella me prometió honrosas pompas y un túmulo y dejando mi cadáver en acostada postura, corrió donde su madre y junto a ella guió a las esforzadas amazonas a una brutal victoria.