domingo, 20 de noviembre de 2005

Sky-rocket high

Pasó lo peor. Se acabó la comida. Yo siempre, como gran perezoso, compraba la comida al día, cocinaba sólo cuando me daba hambre. Nada de tres comidas al día: era el caos total. Podía hacer seis comidas o sólo una durante el día. Dependía de la época del año, el saldo en la tarjeta y sobre todo del saldo en la tarjeta. Finalmente sucedió lo que yo llamaba a gritos: una escasez mundial de alimentos, una serie de imposibles catástrofes simultáneas, la trompeta de un jinete infernal en la voz del Fearal, anunciando la inminencia del Ragnarök.

¡Oh, dios!

Ese día me levanté tarde. Vergonzosamente tarde. El televisor tenía una sola y sucia señal: un cataclismo envidiablemente reducido a unas parcas líneas. Fui a la ciudad y el espectáculo era dantesco, todos comiendo basura, peleándose por huesos y verduras rancias; tuve que correr por mi vida. Llegué a mi casa por el techo y me arrojé al patio. Ya la gente de la casa estaba inquieta; por la noche ya tuvimos las primeras peleas por comida, con un saldo de costillas rotas, un hombro dislocado y mis puños raspados por las paredes y a los tres días tuve que matar a tres. Los demás me asaltaron a la madrugada, los pobres no sabían que yo estaba armado. Dos días después, la ausencia de cualquier cosa comestible y el hedor laxante de los muertos en el patio me hicieron huir de la casa. Me tomé unos minutos para escoger mi ropa y opté por la versatilidad. Llevé todas las armas que tenía: la katana, el wakizashi y el bo, todos los cuchillos que encontré esparcidos por diversas partes del cuerpo, trozos de cadenas y un martillo. Me arrojé a la calle con el más agudo arrojo que yo recuerde, recorrí kilómetros, peleé furiosamente para conseguir unas pocas viandas y más tachones a mi cuenta de muertos. En mi prisa por armarme e irme, olvidé el preciado líquido pero encontré en mí una furia impensable en mi criterio, era una ardorosa rabia que me mantenía inquieto todo el día, durmiendo con los ojos abiertos y por ráfagas de apenas minutos, que me ayudó a salir del tormento de la sed.

¡Démelo a mí!

Pronto ya no había más comida en la calle, no se conseguía. No importaba cuánta gente se asesinara y registrara minuciosamente. La gente se dejó de matar por aburrimiento y se limitó a congregarse en un único lugar a mirarse con psicópatas caras. Mi furia me dio el impulso para elevarme y decir breves pero fuertes palabras: proclama de liderazgo otorgado por alguno de los ahora sí múltiples dioses y conocido gracias a la posesión de facultades adivinatorias. La gente cree cualquier cosa cuando necesitan que alguien los mande.

¡Sí!

Empezamos a asaltar lugares de almacenaje como casas de ricos, hospitales, bodegas. Era una carnicería, nosotros desesperados por comer; los otros, aterrados por su inminente muerte. Hubo más fracasos que victorias, la gente acuartelada tenía la ventaja de estar a la defensiva en edificios cerrados y tener mejor armamento. Una vez peleamos por cerca de dos días para encontrar que los sitiados tenían menos provisiones que nosotros. En medio de la desazón, alguien propuso que nos comiéramos a los que habíamos matado. Repartí los cuerpos y les dí instrucciones de cómo destazarlos, recordando cuando mi padre, mis tíos y yo matábamos el cerdo de navidad. Durante la comida, fui oficialmente proclamado como líder, se discutieron estrategias y redefiniciones de pecados. Fui ungido y recibí nuevas armas, ya que el bo lo perdí el primer día y el wakizashi a los trece días, conservé la fogueada katana con una funda nueva, incluso conseguí un revóver y una escopeta recortada. Di orden de partir y mi guía fue buena. Por un breve tiempo.

El fuego que no se apaga.

Mi final fue rápido. Seguimos intentando conseguir comida, pero sólo encontrábamos gente dispersa. El hambre nos enloqueció y pronto estábamos asesinando a cuanto ser humano se cruzara por nuestro camino, para disponer de sus entrañas y carne. Matábamos y matábamos más y más. Pronto ya habían pleitos por ciertas partes y en especial los niños, entre más tiernos mejor. Botamos las mohosas y escasas viandas que habíamos guardado y dejamos las complicadas preparaciones para simplemente rasgar la carne sangrante con nuestros dientes. Pero la gente se acabó. Marchamos por días hasta que nos derrumbamos una mañana; a los pocos minutos ya hubo un mal presagio: uno de nosotros fue sorprendido devorando a uno de los nuestros que había muerto de agotamiento y los demás nos le unimos en vergonzosa comunión. Esa noche fue seca, ventosa y con una inminente tormenta que nunca llegaba, antiguas y torvas miradas regresaron, procedimos a matarnos unos a otros y retornó el olor a carne humana chamuscada, que se había convertido en mi estandarte. Caí entre los primeros. Yo estaba cansado, la tensión de no dormir más que a cabezazos en mares de alerta y mi decidida desidia, que había provocado mi exclusivo abandono a los corazones de las víctimas, tributo que yo cobraba a mis siervos, supuestos siervos. Mi katana me fue fiel pero no fue suficiente. Fui desmembrado con rapidez, aún me sorbían los sesos cuando empezó un copioso aguacero que formó charcos y saco cientos de sapos de las grietas de la tierra. Maná del cielo.

Tal es el resumen de mis últimos meses, desconocido dios.

Aunque dudo que me asuste, ¿cuál es el camino de tu ignorado pero aborrecido infierno?

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