El fuego. Este fuego, amor, nos quemará a ambos hasta la más absoluta ruina. Mi mujer guerrera, mi valquiria.
El fuego, amor. Estoy encima tuyo y tenés la cara vuelta. Más rápido y más fuerte, ése es tu mantra. Nunca te he sido desobediente. Te meto mi pulgar en tu boca de labios gruesos y partidos de sed y lo chupás como si no fuera mi dedo. Mis dientes en tu carne. Podría morir. Podría morir hoy. Podría morir ahora.
Alucino. En este espejismo, estamos los dos desnudos, húmedos. Estoy boca abajo, roto de cansancio y con todo mi peso muerto. Te subís a mi espalda, tenés un cuchillo afilado. Le aplicás el encendedor. Lenta y cuidadosamente, me tallás tu elaborado signo en el hombro derecho. Sangro. El dolor es como una flor con raíces hondas abriéndose en mi espalda y me provoca un amargo placer. Has terminado. He sido marcado, como yo te marqué a vos en alguna época indeterminada. Me lamés la herida despacio, paladeando mi sangre. Me revuelvo de pronto, te boto de mí como un potro arisco, tengo la verga como una ardiente antorcha derramando aceite y pierdo la vista. Todo es tinieblas. Te arrebato del aire, como un gavilán a su presa y te hago sentada sobre mi cuerpo, que es un buque, un buque con un sólo mástil, en un huracán que lo ha de deshacer como un viento divino. Tu grito rasga la noche, la atraviesa y me hacés sorbido como si yo fuera el asiento de un refresco. Mi mujer guerrera, mi valquiria; siempre serás mía, siempre. Y nunca.
Otra vez.
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