miércoles, 16 de noviembre de 2005

Europa

Me la encontré en la Calle de la Amargura. Yo estaba tomado. Ella estaba tomada. Intercambiamos breves pero duras palabras. Le tendí la celada de una vez, consciente de que era demasiado obvia:

—No hablemos aquí. Vamos a mi casa.—

Fuimos, diciendo apenas los necesario. Entramos, ella se quedó en medio de la sala, desafiante, con los brazos cruzados.

—Bueno. Lo escucho.—

Sin perder tiempo me le fui encima. Ella se resistió mientras la volcaba sobre el sillón. Me repetía:

—Sos un pendejo, un maldito maricón, no sabés cuanto te odio.—

La despojé, no sin esfuerzo, de sus botas. El jeans me dio no menos problemas. La distraje con la boca, con firmes dentelladas y largos paseos con la lengua. Mientras luchaba con la mano derecha para abrirle los pantalones, con la izquierda sumé distracción acariciándole sus redondos senos, apretándolos y pellizcándole los pezones. Su piel y aliento se calentaron y se volvieron húmedos y ella empezó a respirar agitadamente. Forcejeamos hasta el cansancio, finalmente le logré quitar el jeans, no sin alboroto: el teléfono tirado, ceniceros quebrados, la mesita volcada. Sin ganas de más ceremonia, le rasgué el boxer con las manos y lo abrí como una granada madura. Me puse el antifaz de una vez y su olor fuerte me enervó la sangre, ella estaba ya mojada. Le besé infinidad de veces sus otros labios y recorrí con toda la superficie de mi lengua su otra boca y sus contornos, dándole de vez en cuando pequeños mordiscos. Aumenté la fuerza y la velocidad, pronto mi saliva y su jugo me chorreaban de la barbilla. Ella decía, con un tono de voz algo indefinido:

—No, no, no.—

Llegó a exasperarme. Me interrumpí y le pregunté, mientras me sacaba un vello de la boca:

—¿Eso es no-no, o no-sí?—

Me metió una fiera cachetada.

—¡Siga!— y de un sonoro manotazo me volvió a hundir la cabeza entre sus piernas.

—Has estado practicando.— dijo, derritiéndose dulcemente entre mis manos, entre mis dedos, como si estuviera hecha de melaza.

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