El salón principal del palacio está excavado en el propio cerro y es de una altura imposible. Las columnas de piedra, cubiertas con caracteres cincelados por expertas manos y que narran la historia del pueblo de los elfos, se elevan como quietos gigantes sumidos en silencio. En cadenas de plata que cuelgan largamente del techo hay incrustrados cristales que bañan el lugar con una tenue y azulada luz. Al fondo del salón se alza el enorme Árbol Blanco, que emana su propia iridiscencia y cuya vida está ligada a la permanencia de la estirpe de los elfos en esta tierra. Atrás del árbol, a los lados y saliendo directamente de la pared de roca, nacen los dos manantiales de agua helada y pura que convierten en una isla el ancho pedestal de donde se alza el tronco y recorren el salón en dos corrientes paralelas de suave murmullo hasta la salida del salón, la salida del palacio y se adentran en el Bosque Negro. Bajo la lechosa luz de la sombra del árbol, está el trono de piedra donde se sentó el primero de los monarcas elfos: sobre él, recogido en hondos pensamientos, está el Rey.
El Rey está enfermo, enfermo de muerte y no lo sabe aunque lo sospecha. Es alto y largo como la agonía del anhelo, de largos miembros y cabello platinado, pálido como un fantasma, de rasgos escrupulosamente inexpresivos y ojos vagamente azules; viste una delgada armadura negra y una amplia capa blanca. Sus manos se cruzan juntas sobre el mango de la Tiznada, la oscura y milenaria espada, invicta en mil batallas, que han empuñado todos sus antepasados reyes desde el primero. La espada desnuda se apoya como un bastón frente a él y la mirada del Rey se pierde en la amplitud de su soledad.
La Reina ya no estaba. La Reina se había ido y ya no volvería. El Rey tenía el amor por ella clavado como una lanza en el costado, el amor terriblemente hondo e intenso y recordó la lejana época cuando ella estaba a su lado y el mundo parecía otro, era un eterno juego entre las sábanas de blanca seda, una eterna caminata por la montaña fresca. Pero ella ya no estaba. El Rey se sentía muerto, probaba el vino, comía jugosos manjares, dormía en un lecho suave, tenía el respeto y cariño de su pueblo y aún así se sentía muerto. Al principio había perseguido a sus angelicales sirvientes, las había agotado con urgencias de medianoche, para luego mirar el distante techo, preguntándose qué hacer para acabar con ese terrible vacío y ahora sólo podía languidecer a la sombra del suavemente luminosos Árbol Blanco.
El Rey había oído hablar de algo que hacían los hombres. Ellos, de acuerdo a las historias, cuando los embargaba la tristeza, hacían algo que llamaban llorar y sus ojos vertían líquido. El Rey, en una lejana batalla, recordó haber observado a un rey de los hombres que al ver a su hijo muerto, se arrodilló junto al cadáver y bajó el rostro por unos momentos; cuando lo alzó, en sus mejillas habían un par de gotas de agua. Supuestamente el llorar hacía que la tristeza se fuera, la liberaba dulcemente como un animal que ha estado herido es devuelto a la montaña. Pero los elfos, que ni siquiera tienen palabras para la compasión y la misericordia, no hacían tales cosas. El Rey deseó poder hacerlo, deseó ardientemente poder hacerlo, poder arrojar de sus ojos caudalosos ríos y que éstos llegaran hasta el lejano y gris mar y así poder quitarse el peso muerto de su tristeza, el peso que lo aplastaba y que lo mataba, poco a poco, día a día.
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