La aceituna. La copa. El perfume.
La copa de cristal cortado, de amplia base, largo tallo y el cono invertido como una flor a medio abrir. El cristal es tan claro que parece que fuera aire, aire colado y cayendo sumamente despacio, chorreando, resbalando en la infinita divisibilidad del tiempo y sus instantes. Tomarla será como tomar el aire, como tomarla a ella.
La luz de la lámpara es tan amarillenta.
Es su perfume. El que ella dejó de usar a los pocos meses pero que me quedó estampado como un sello en el oscuro rincón mental donde se guardan los olores como lanzadas en un costado. Mi corazón se vuelca cuando percibo este perfume en la calle, usado por una insospechada congénere de ella, ella la infinita e indistinguible. La copa rebosa de perfume y es como un pequeño mar en calma, de color ámbar. El cuarto rebosa de ella, es como meter la cabeza en el pequeño mar y respirar esa agua con sabor a lágrima y es como si ella estuviera aquí sin estar, como tenerla aquí pero no poderla definir o explicar, apenas inferirla de alguna fuerte manera.
Yo ya antes he estado muerto.
Una aceituna. Dura, amarga y salada, como ella. La piel es suave y firme, me hace recordar. Podría morderla y sería una explosión en mi boca, con sabor a lágrima: esa amargura, esa salazón en mi boca, como un recuerdo evadido, como una promesa fracturada. Pero no, no la morderé, más bien la contemplo en su redondez de nalga, extrañamente excitado.
Hoy sólo es un día perfecto.
La dejo caer, el perfume se abre a su peso y forma una corona alrededor del choque, diminutas olas se forman y derraman el perfume en la mesa de caoba. Fue como un grito en silencio. El pequeño mar pierde la calma y la aceituna se hunde, ya no es verde, es como de color ámbar y parece que flota en un cono invertido de perfume, porque la copa parece desaparecer en el aire, desahacerse, volverse viento; es una con el aire, la luz tenue de la lámpara parece crear tal ilusión. La aceituna se encamina al fondo, cae con lentitud, una caída sostenida y predecible. Mis ojos enrojecidos, de vasos reventados, miran las parábolas y bucles que describe la aceituna en su caída; su caída es una burla, el soliloquio de un tonto enajenado que babea al hablar. Toca fondo y produce una leve vibración en el perfume, lanzando una leve ola de olor sobre la superficie del aire viciado. La aceituna asciende como un ángel perezoso, en una vertical ascendente, un puño que golpea desde abajo a quien nos aprisiona contra el suelo, pero muy despacio, los golpes siempre suceden despacio en la memoria. La aceituna flota, como el remanenente de un naufragio ocurrido hace años, pero presente en el presente, clavado en este preciso instante en que la aceituna flota inmóvil en el perfume inmóvil, en la copa inmóvil, en la atmósfera inmóvil del cuarto inmóvil. Por un segundo dejo de respirar y los latidos parecen cesar, saboreo la eternidad de un instante inútil y vilmente repetible, idéntico al que lo antecedió y al que lo sucede y eso, ¿qué cosa es sino la eternidad?
Nunca habrá el tiempo suficiente.
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