No hay más dios que la muerte
y yo soy su profeta.
Como aquél que arrancó sus ojos
para expulsar su don,
yo me arranqué la calma.
Le tengo espanto
al segador siniestro
que no distingue la mies.
Temo ese parpadeo,
al más allá,
a lo que no tiene nombre.
Yo la veo en la calle,
altanera y veloz,
acechando con sigilo
desde rostros crispados.
Me respira en el cuello,
me sonríe desde el fondo de los abismos.
En casa me espera,
la veo en el espejo,
me habla bajito
ofreciéndome potasa
o un filoso cuchillo.
Ven a mí
que no aguanto la espera,
la incertidumbre, la inminencia.
Ven, sopla y dispérsame
como a un montón de hojas secas.
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