jueves, 17 de noviembre de 2005

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—Óscar. Me dijo que se llamaba Óscar.—

Él tiene las manos suaves. Son suaves como si fueran de mujer, como de alguien que nunca ha trabajado. Le deslizo el cuchillo por la palma, cada vez meto la punta un poco más y la piel comienza a rasgarse y a teñirse de vivo rojo. Todavía no siente mucho, todavía duerme atontado por el trago, son tan fáciles, nunca me fallan, siempre uno ansioso, estirando la boquita, entornando los ojos, desde ahí ya mío. Alisto el martillo neumático. Le estoy haciendo cosquillas, tiene un asomo de sonrisa en los labios. Le deposito, como un beso en la mano, el martillo sobre la palma. Jalo el gatillo, una ligera explosión, el clavo a rojo vivo se dispara a través del cañón y se le hunde en la carne y queda humeante, asomando la cabeza desde el centro de la mano herida, abierta como una flor, como una vagina. Hay un breve eco en el profundo sótano, seguido de las réplicas del grito. Nadie vendrá. Siempre gritan. Todos. Tarde o temprano todos gritan. Aúllan, ladran. Está demasiado lejos. Nadie te oirá. Nadie vendrá. Sigue gritando. Siempre sucede, después del primer clavo todos gritan y gritan, se retuercen del sopor y se arrojan a una poza de dolor, se ponen rígidos, hay que aplicarles el chuzo. Se calman. Es como si se derritieran, como si la carne se les volviera caramelo, se orinan, en este exacto momento se orinan por primera vez. Le clavo la otra mano. Los pies, uno sobre otro como las manos de María, de la Virgen, de la Madre Divina. Una espada de dolor atravesará tu alma y a veces lo pintan como una espina a través del corazón del Ave María y se ve como un clavo de seis pulgadas que atraviesa un par de blanquísimos pies, que se ven como las manos de una virgen posadas sobre su piadoso pecho. Me siento en su pecho. Yo también estoy desnudo. Lo beso en las mejillas y brevemente en la boca. Lo he traicionado, él creía amarme y yo, que debía cuidarlo, que debía protegerlo y hasta mimarlo, yo lo he traicionado. Un metro de alambre de púas, eso le enrollo en la cabeza, con vigor, con firmeza; se despega si no se hace así, ellos empiezan a golpear la cabeza y se zafa. Está listo. Monto la cruz. Ahí es cuando dan sus mejores gritos. Yo lloro mucho, se me mezclan los mocos, las lágrimas, el semen, la saliva. Lloro hasta cansarme, que es generalmente cuando ellos dejan de gritar. Hay que darse prisa entonces. El tajo tiene que ser amplio, de arriba para abajo.

—Sangre de mi sangre, carne de mi carne.—

Su cuerpo. Su cuerpo, a pesar de todo, está lleno de vida, es como una explosión de vida en la boca: la carne de fibras duras, la sangre palpitante. El alma sale del pecho cual una ventosidad, parece un chorro de semen deshaciéndose en agua tibia, en un té de canela. La sangre en mis brazos me permite agarrarla y es como un algodón de azúcar y tengo que mover las manos rápidamente para que no se escape, ya me ha pasado antes y no me gusta. Me la llevo a la boca y la deshago con pequeños mordiscos primero y luego con grandes bocanadas; quedan trozos pegados en la sangre y yo me la lamo de la piel. Lo veo y se ve hermoso, como una herida fresca, como una vagina enorme y sangrante. Véte, y no peques más.

—Óscar. Me dijo que se llamaba Óscar.—

Bon appetit...

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