sábado, 23 de julio de 2005

The comfort of strangers

Mi talento musical es muy limitado. Fuera de la maña de estar tamborileando con las manos en cualquier cosa, con más o menos ritmo, no soy muy dotado musicalmente. Quise aprender a tocar guitarra, pero durante años lo que hacía era que agarraba la guitarra cada tres semanas o algo así y durante un rato la traveseaba. Me frustró especialmente el nunca poder distinguir una guitarra afinada de una que no, no haber sido capaz de educar mi oído(dichosos los privilegiados que ya lo traen de nacimiento.) Sin embargo, nada me impedía tener elaboradas fantasías acerca de ser un gran guitarrista. Hubiera sido algo como así: Fundaría un grupo con amigos, todos sin gran conocimiento musical al inicio, pero que se iría desarrollando eventualmente. Ensayaríamos en la casa de alguno, mejorando poco a poco, hasta lograr una sonido violento y hermoso, una combinación de rock, reggae, música clásica, electrónica y tribal. Empezaríamos a tocar en bares, en chinchorros diminutos llenos de humo y gente. Sacaríamos discos, eventualmente uno tendría éxito. Empezaríamos a ser oídos, daríamos conciertos, me veía sumido en un solo hipnotizante, frente a la multitud hechizada por las notas hijas de mis manos y de mi pecho. La persecución del sonido, la experimentación, la frustración de los intentos malogrados, la satisfacción del atisbo, tal vez lograr alguna vez la meta. Tal vez el camino del exceso: mucho sexo, muchas drogas, unirse al Club de los Veintisiete de una manera apropiada, dulce y violenta: ahogado en un vómito de sobredosis, acostado en una cama o ahorcado por una faja colgada de la perilla de una puerta mientras me masturbaba y disfrutaba la asfixia. Vivir rápido, dejar un cadáver hermoso. Pero de otra manera lo entendieron los dioses.

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