viernes, 8 de julio de 2005

Acompáñenos en el infierno, señor Kiedis


Hoy ha muerto gente (como siempre y como nunca) y realmente no me importa. ¿Seré tan mala persona, o un insensible, o un ignorante? Necesitaría una moneda de tres caras... 

Grandes noticias, mamá Kafka y demás, si supieran que me he convertido en la vergüenza de la familia, terrible el subtexto de esta afirmación, pero qué se le puede hacer, así soy...

Casi cometo un pecado cósmico, uno de ésos hechos que determina la vida para siempre, como cuando mis padres decidieron que se odiaban o cuando yo no le disparé a Junior. Esta vez fue interesante, porque es algo que deseo grandemente, muy a pesar de mi parte consciente y de mí mismo, que bien sé que no sería bueno, pero, ¿cuándo ha detenido eso a alguien para desear algo? Es algo que anhelo de modo primario, con los genes, un mandato social que escucha mi parte animal y que aborrezco como alguien que ha visto su verdadero rostro en el espejo de la fatalidad, que intenta trazarse una senda muy distinta. El desasosiego fue terrible, como el vértigo que me produce el Puente Negro o una llamada en medio de la madrugada. Por dicha, el descuido (que hubiera sido el pecado) fue sólo mío.

Inevitablemente, estamos juntos de nuevo e inevitablemente, soy feliz.

La cicatriz del tiempo, un himno para un ángel de una sola ala, el sefirot vicioso y destructor, liberi fatale, la marcha de imperios por los sótanos de una ciudad maldita, el prólogo o apertura.

¡Qué tarde por la gran puta! ¿O qué temprano? ¿Por qué me huís, ingrato dios?

XXXI

El sinfín inquietante invade,
con furia, el término de la promesa.
Iracundos gladiadores abjuran de su fe
y se marchan para siempre.
El testimonio de los antiguos anuncia su tristeza,
risas brillantes brotan de la escritura vedada.
La locura arroja sus bendiciones,
el gentío inmóvil escucha las campanas de piedra
que anuncian el fin del principio.

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