Se puede decir que existe el destino. Un ser humano acabado de nacer tiene, en teoría, el horizonte abierto. Sin embargo, hay factores que progresivamente van determinando a esta persona, factores como los instintos primarios, el lugar y tiempo en que se nace, qué tipo de familia se tiene (o se padece,) toda la carga genética que se trae (o se carga,) la moral reinante, qué traumas se padecen durante la crianza. A los pocos años, ya este individuo sólo tiene una reducida porción del abanico de posibilidades que tenía al nacer y se puede, digamos, predecir a dónde llegará. Por supuesto que las propias decisiones que toma ese ser humano también alterarán el rumbo, sin embargo hay que tomar en cuenta que tales decisiones se toman bajo la sombra de los factores mencionados. Y al final, justo antes de morir, se puede llegar a pensar que esa persona estaba destinado a convertirse en lo que se convirtió.
Se puede decir que existe el libre albedrío. El ser humano está de alguna manera encima de sus instintos y de los demás factores que pueden determinar su vida. O puede estar, más bien, porque es requerido que logre darse cuenta de esos factores y de cómo lo afectan. Una vez que se de cuenta, puede decidir si se deja llevar por la corriente o se sale o se hunde o lo que sea, pero ya eso es su decisión, por tanto, es libre. Pero debe quedar claro que cambiar el propio destino (a lo que se puede llamar así) es quizá lo más difícil que se puede intentar. La vida es un jardín de senderos que se bifurcan y un ser humano, tristemente, no lo puede ser todo.
Ite, misa est.
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