miércoles, 1 de junio de 2005

Mientras escribo, desnudo, y me muero


Esto no se acaba hasta que se acaba. Y cuando se acaba, se acaba y ya. Así es la cosa, o así creo que es, lo cual es lo mismo, ya que la opinión más importante es la de uno. ¿O no?

Toda esa parafernalia de paraísos de aburrimiento eterno y goce contemplativo o de avernos con procedimientos curiosamente parecidos a los métodos de la iglesia cristiana o de sucesivas e interminables reencarnaciones con regulaciones burocráticas, es sólo una muestra de un par de las principales cualidades de nosotros los humanos: la soberbia y el miedo. Miedo a extinguirnos, a que se acabe nuestra esencia, ésa que lo único que quiere es persistir en su ser, terror al olvido, al polvo. No podemos aceptar que somos finitos, somos tan pedantes que sentimos que debemos perdurar sólo por el hecho de ser tan supuestamente maravillosos. Por eso es que tenemos hijos, por eso pintamos o danzamos, por eso inventamos esas fantasías absurdas de perduración, de lógica cuestionable y reglas sospechosamente parecidas a los juegos de los niños, por eso hemos creado a un tipo de ser imaginario de cualidades tan inefables como contradictorias, que supuestamente está ahí para regular nuestra existencia pero es solamente el necesario guardián de nuestra inmortalidad. La muerte es un final definitivo, una puerta que se franquea en un instante y conduce a la nada, donde ya no seremos y nunca más volveremos a ser y toda nuestra dicha y torturas y palabras y todo lo que otros nunca vieron y nosotros sí, todo eso se perderá para siempre y será por siempre irrecuperable y nuestra mente, nuestra conciencia, esa voz que somos, se apagará para el resto de la eternidad como una chispa fugaz que salta de una fogata. Nunca más esa chispita en particular volverá a existir. ¿No es acaso maravilloso? Y lo digo sin un dejo de ironía. No creás, a veces yo también deseo que sea diferente, también deseo a alguna divinidad que al menos me arroje a alguna condena eterna pero que al menos me deje persistir. Y ahora que sabés, o que sabés que sabés: ¡Levantate y viví, miserable, que nunca lo volverás a hacer!

PD:

XXX

Remolinos de barro blanco
y agudos monolitos señalan la senda.
Un atardecer se fuerza eterno
y el oráculo anuncia el momento apropiado.
Las aves vuelan a sus nidos, 
los cristales enmudecen, 
las espadas se cubren de herrumbre
y el polvo, dueño del secreto, cabalga en el viento.

Siglos después, el sol sale
y blanquea aún más las osamentas,
sobre ellas, duermen pardos leones.

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